Marianna tiene 24 años. El 24 de febrero por la mañana, se despertó en su apartamento de Lviv para dar de comer a su hijo Tarás, de seis meses, comenzó a ver las noticias y se enteró de que Rusia había lanzado una invasión a plena escala.
«Nunca olvidaré cómo daba de comer a mi hijo y simplemente me eché a llorar. Porque entendí que la guerra había llegado hasta aquí”, dice la mujer.
Pero realmente se dio cuenta de lo sucedido cuando salió a pasear con el niño: solo encontró un lugar en todo el centro de Lviv donde todavía se podía tomar café. Todos los cafetines estaban cerrados.
El día anterior, Marianna le había tramitado para Taras el pasaporte para el extranjero, por si acaso, así que la decisión de irse al extranjero parecía lógica y evidente. Sin embargo, después de que a los hombres de edad de reclutamiento se les había prohibido salir del país, decidió que no se iría sola. Después de todo, si no fuera por el niño, ella misma estaría lista para combatir.
Sin embargo, desde que Marianna y Tarás se escondieron por primera vez en un viejo y polvoriento refugio antibombas, su opinión ha cambiado.
«Entendí que debía priorizar a mi hijo, no mi deseo de destruir a los invasores a costa de mi propia vida. Porque ahora otra vida depende de mí».
Así que la familia se puso en camino. Cruzar la frontera fue muy difícil. El coche quedó atascado en un embotellamiento antes de llegar a la frontera polaca. Entonces Marianna envolvió a su hijo en todo lo que tenía, lo escondió debajo de su chaqueta y junto con su familia caminó 22 kilómetros bajo el frío. La gente en las casas a ambos lados de la carretera dispuso estaciones de calentamiento ofreciendo té y comida caliente.
“Lloraba porque no quería irme del país donde hay gente tan buena”, recuerda la mujer.
A un kilómetro de la frontera se despidió de su esposo: a partir de aquí circulaba un autobús para madres con niños, pero no fue fácil tomarlo. Algunos llevaban esperando su turno durante varios días. Marianna permaneció allí durante 5 horas cuando alguien preguntó si en la cola había niños de dos o tres meses. La mujer se le acercó corriendo. Un desconocido le ayudó a traer sus cosas: la silla de bebé, un poco de ropa de su hijo, dinero y documentos.
«También tengo algunas fotos porque no sabía si volvía a ver a mi esposo y a mis padres. Me sentí muy desesperada, pero simplemente traté de aguantar y no llorar”.
En el lado polaco, a la mujer le dieron una habitación para que pudiera dar de comer al niño y calentarlo. Le preguntaron dónde estaban sus cosas, pero ella no sabía explicar que todos dejaban sus cosas extra por el camino a la frontera.
“Mis conocidos vinieron a buscarme a la frontera. Al principio en el coche bromeaba y estaba activa. Y luego comencé a temblar, como si tuviera epilepsia. De repente sentí qué frío tenía, qué mal estaba… No me permitía sentir eso antes”.
Ahora Marianna está a salvo. Polonia brinda asistencia legal a los refugiados, y la mujer podrá trabajar si la guerra continúa. Pero sueña con la victoria y la recuperación económica de Ucrania: realmente quiere volver a casa.
«Mi mayor temor es perder a mi familia que se ha quedado en Ucrania. Porque esta guerra nos ha enseñado que la vida humana es lo más valioso que tenemos, y todo lo material no tiene ningún sentido”.